Cortes de pelo a lo militar en las poblaciones fueron parte de la política cultural de la dictadura. Evitar todo lo que pareciera hippie o revolucionario era la consigna. Eso caló en la música. Fue así como la Nueva Canción y su proyecto cultural latinoamericano fue perseguido y denostado. Por arte del miedo fueron reemplazados por nuevas figuras patronales: Los Quincheros y otros, y se volvió a cantar en inglés o sonó un pop sin conexión con la realidad. Aqui un repaso a la ligera de los músicos que se alinearon a favor o en contra de la dictadura.
Cuando en los días posteriores al Golpe de Estado los militares les cortaban el pelo a los jóvenes en las calles, a algunos les pareció una mala broma. Desconocían los acontecimientos que se venían. Pero esto tenía un propósito: evitar la ambigüedad sexual o la identificación revolucionaria. Higienizar las pías de cualquier idea socialista o hippie. Eliminar, frenar o detener esta abominable ola de progresismo era la consigna para la dictadura naciente.
La maldición barbárica llegó a la locura con el asesinato de Víctor Jara, porque hubo otros crímenes –como los de Carmen Bueno, Jorge Müller o Jorge Peña Heine– y muchos otros artistas y creadores torturados, perseguidos y eliminados que es bueno traer a la memoria. No hubo casualidad en ello. Hubo un deseo incorruptible de exterminio y una planificación de Estado. Así de simple.
Mientras tanto, Los Quincheros con Pedro Messone y todo el circo de bufones genuflexos se puso a armarle la corte de la entretención a la milicada y a su acólita derecha en el poder. Se desenterró a la Nueva Ola y se desplegó la censura.
Antes del ‘73, el rock chileno tendía a una latinoamericanización y a una fusión con la Nueva Canción propiciada por Víctor Jara y Los Blops. Este encuentro era un camino natural, que tarde o temprano derivaría en un gran movimiento musical local y continental. Había un impulso de identidad, que hacía crecer exponencialmente a nuestros creadores.
Ya por ese entonces cantar rock en castellano presuponía una apropiación local del género. Pero luego del golpe todo lo que oliera a nuevo diseño cultural fue perseguido y censurado. Entonces, esta evolución del rock hacia una síntesis chilena y local se vio frenada bruscamente.
Inmediatamente los militares pusieron al quinchero Benjamín Mackenna a cargo de la nefasta labor de delación y censura. Y en el Festival de Viña se usó como una especie de himno del pinochetismo y de la liberación del marxismo, la canción “Libre”, del fenecido Nino Bravo. Sepa Moya qué habría opinado el notable finado. Seguramente no le habría gustado para nada.
Por arte del miedo se volvió a cantar en inglés y la idea de Víctor Jara de una gran canción chilena –hermanada a la poesía y hecha de tradición y modernidad– quedó totalmente sepultada. No tuvo lugar donde desarrollarse en libertad y sobrevivió en la orfandad, el ocultamiento de la memoria y el miedo.
En lo grueso, las bandas perdieron libertad para experimentar y cultivar ese gen rebelde que inspiró al rock en los ‘60 y le dio estatus de crítico y dionisíaco. A los grupos con identidad latinoamericana –como Los Jaivas, Los Blops o Congreso– se les puso difícil la cosa, de modo que debieron partir, se acabaron o persistieron con dificultad.
Y quedaron aquellos que, entre covers y en un inglés a la chilena, tocaron en los cuarteles militares o en las jornadas de “reconstrucción nacional”, tal como lo hizo Tumulto después del golpe, lo que no desmerece su aporte a la persistencia popular del rock. La marginalidad del rock fue total. La vanguardia se acabó en Chile y el grupo emblema del nuevo rock chileno, Los Jaivas, partió a residir a Argentina. Allí todavía se podía ser libre, ya que la dictadura aún no llegaba. Se podía crear y seguir evolucionando.
Hacia los 80, cuando la dictadura se erigía como dueña total de Chile, Horacio Saavedra le animaba los cumpleaños a Pinochet y Vodanovic lo ensalzaba en la Quinta Vergara. Pero apareció el llamado Canto Nuevo. Un movimiento hijo de la censura e identificado con la estética más perseguida: la Nueva Canción Chilena.
Algo de rock y de folk se coló en el Canto Nuevo, cuya sonoridad era en su mayoría acústica, identificada con esos pequeños espacios llamados ‘peñas’.
En los gimnasios y salvo excepciones, algunas bandas de rock originales y muchas otras haciendo covers habitaban en una especie de desconexión con el mundo de la resistencia social y política. Pero, eso sí, había allí una revuelta más hedonista, que identificaba a un segmento de inoculados por esta música de rupturas. Y aunque fuera en una versión desodorizada, sonaba a rock.
Hubo varias canciones que identificaron este nefasto periodo de la historia chilena. Primero, los insufribles Quincheros, interpretando burlonamente “El Patito” y sacando pecho con sus ponchitos de patrón. El sarcasmo alevoso contra la izquierda perseguida.
Luego de eso, un desierto de baladas internacionales y un ejército de cantantes españoles que venían de una cultura del espectáculo vigilada y poco luminosa del franquismo. También mucho mexicano y más y más programación en inglés.
Nada en las radios. Aunque los discos corrían en la clandestinidad y de mano en mano, porque algunos eran prohibidos y servían como prueba de que eras un rojo. Otros, los más interesantes, apenas se vendían y no se difundían por ningún medio, salvo alguna notilla de diario.
En el rock chileno corría lo antiguo y lo último de Los Jaivas. En la segunda mitad de los 70 comenzó a llegar de a gotas el rock argentino: Sui Géneris, Pastoral, León Gieco y luego Pappo’s Blue. Incluso de rebote los Serú Girán llegaron a TVN.
Pero en las radios nada. Salvo radio Chilena, que promovía el incipiente Canto Nuevo, y nada, prácticamente nada de rock chileno. Hasta que llegó la canción “Los momentos” al dial. ¿Serán argentinos?, preguntaba la gente. Era triste, como el Chile que vivíamos, ése con la tragedia escondida. Había sido hecha antes del golpe, pero parecía fresca.
A principios de los ‘80 nació “Hecho en Chile” en radio Galaxia, con el gran Sergio ‘Pirincho’ Cárcamo. Ahí había rock, había Canto Nuevo. De todo le llevaba, era una gloria escuchar ese programa.
‘Pirincho’ venía de la cultura de la UP, de una generación que quería derribar fronteras, que practicó la “telepatía popular” y que no le hacía el quite a la modernidad ni a la identidad. Ahí se programaba todo: el Canto Nuevo de las universidades y el rock de los gimnasios. Todo.
Vinieron de Francia Los Jaivas el 81. Llenaron el Caupolicán varias veces. Junto con ellos aumentó la avalancha de Canto Nuevo y rock chileno en las radios, bueno, donde se podía, porque siempre había que sortear la censura. Ya por ese entonces el nombre de Víctor Jara era más permitido y el legado de Violeta se hizo camino entre la censura y la estupidez. Eso en gran parte se lo debemos a las peñas, que lucharon por dignificar sus nombres. Peñas que luego fueron denostadas en una simplificación burda por el pop chileno.
Para la gente era una maravilla escuchar a Los Jaivas de nuevo, se destapó la oreja. Para los puristas del Canto Nuevo las guitarras del rock eran difíciles de asimilar. Las trincheras estéticas se hicieron parte del imaginario cultural en dictadura. Para los roqueros fue un aliciente, como Andrés y Ernesto y Alejaika que hacían sonar para las masas “Mundo dormilón”, y la gente los seguía y llenaban el Cariola.
Las tardes de sábado seguían siendo de Don Francisco, eso no cambió ni con dictadura, ahí se colaban una que otra banda interesante. Pero la norma para la televisión ya era: torturarnos con Lucho Jara y una pléyade de cantantes o intérpretes de la manida y plástica balada internacional.
Hasta que a mediados de los 80 apareció el Nuevo Pop chileno, que buscó validarse en el estrellato rápido, haciendo concesiones vergonzosas para el momento que se vivía. Comenzaron a acusar de añejos a los del Canto Nuevo. Era más fácil darle a ese enemigo que a los militares, que eran más peligrosos. Ahora había protestas masivas en las calles y los pequeños encuentros disidentes se transformaron en grandes manifestaciones a través de todo el país, había mas libertad para opinar.
Con el fenómeno emergente, el Canto Nuevo desapareció de los medios de comunicación y todo lo totalizó este nuevo pop, que no tenía memoria ni opinión. Tampoco relación musical con el pasado. Aparato Raro declaraba que no les importaba la censura y los contenidos eran modificables; vale decir, era más importante montarse en la nueva fama del pop que ser fiel a tu canción.
En el Canto Nuevo había de todo: buenos y malos. Pero el nuevo pop no entendió o no les convenía entender que no era necesario desconectarse de las audiencias críticas, ni desentenderse de los que querían derrocar la dictadura. A pesar de que los nuevos famosos tocaban en ese lugar emblemático del Canto Nuevo que era el Café del Cerro y aparecían en «La Bicicleta», publicación marginal de la cultura de oposición de circulación masiva.
Pero se le hizo el juego a la derecha y a los medios que no querían contenidos conflictivos. El nuevo pop dio para todo.
Eso duró un rato, porque luego la mayoría de los músicos se alineó –llevados por la fuerza de los hechos– en las jornadas para ganar en el plebiscito. Por supuesto, por el otro lado estaba el circo del horror de las estrellas de la dictadura: Patricia Maldonado, Rodolfo Navech, Ginet Acevedo, entre otros, apoyando a la franja del Sí y luego al candidato del pinochetismo, Hernán Buchi. Campaña a la que se sumó el ilustre popero Álvaro Scaramelli.
Sin embargo este pop nuevo trajo a Los Prisioneros, que hacían muchas declaraciones, unas torpes y otras asertivas, pero tenían grandes temas como el magistral “Baile de los que sobran”. También estaban los Upa con “Sueldos”, la sonoridad refinada de los Viena y uno que otro destacable trabajo como el de los Electrodomésticos, tal vez de lo más interesante en términos experimentales y discursivos.
Aun así, la historia es como el gollete de una botella: da vueltas más cortas que las que uno espera, porque al final Jorge González terminó cantando “Te recuerdo Amanda” en Animal Nocturno con una guitarra, en una performance totalmente peñística.
De los relatos paralelos ni hablar porque en los 80 los hubo. Estaban Redolés, Fulano, De Kiruza, Congreso y varios que no sonaban en las emisoras, salvo la gloriosa y popular radio Umbral. Eran los que llenaban el Santa Laura para el festival Víctor Jara con 30 mil personas. Eran los que la historia mediática no consignaba.
Hoy las fronteras son más difusas y todas las estéticas musicales se entrelazan en un juego dialéctico. Caminamos de nuevo al sueño de Víctor, una gran canción chilena popular, inteligente, creativa, integradora. Vamos para allá, aunque hay algunos que se declaran enemigos de la pachanga y otros de los cantautores. Pues bien, eso lo definen las formas, lo define la búsqueda, la profundidad de la obra.
Chile está aprendiendo a soltarse. Sabemos que cuesta y a veces el patrón que llevamos dentro no te deja explorar. Pero el arte es riesgo o si no, no se avanza. Lo mejor para un creador es prescindir de los estigmas que abundan, tales como peñero, sesentero, ochentero, todas categorías que pretenden decir algo y al final no dicen nada.
Es preferible creer en la telepatía popular, porque a través ella la gente sabe finalmente frente a qué y quién está: si el que canta es verdadero y si una canción te dice algo fundamental. Hoy la gente escucha de nuevo, empieza a abrir el oído y la mente. La sociedad chilena ha vuelto a vivir, está despertando de un letargo inducido y necesita de vuelta a sus cantores para cantar de nuevo las “verdades verdaderas”.